De repente es imposible tener confianza en el papel de los medios masivos en México. Últimamente pocos, muy pocos, en mi opinión, son los que realmente se dedican a informar, no a hacer de la nota roja su casi única temática para vender más.
Los periodistas que trabajan en estos medios obteniendo este tipo de información no sé si se resignan a trabajar al ritmo que les marcan sus jefes o lo hacen con gusto. Otros, en cambio, se vuelven algo críticos de esta tendencia, pero sin poder morder la mano que los alimenta, es decir, sin mencionar al periódico, televisora, revista o estación de radio en la que trabajan. No puedo culparlos por completo, finalmente sé que en su caso lo práctico se somete a lo ideal: de algo tienen que vivir.
Sin embargo, esto nos pone en una situación terrible. Los consumidores de medios masivos no tienen otra opción más que someterse a este tipo de «dieta» informativa, a veces contra su voluntad: a la lista de decapitados, ejecutados, sórdidos casos sin resolver (como el de la niña Paulette Guebara Farah), escándalos, tragedias (como el de los niños de la Guardería ABC), como si viera un circo de tres pistas (con la diferencia que ahora son cientos de pistas, es decir, multitud de periódicos, revistas, radiodifusoras y señales televisivas con diferentes espectáculos, todo en movimiento ante nuestros ojos y nada se puede reflexionar o procesar de una forma lógica).
También los mismos periodistas están, a mi parecer, en una difícil situación. Se supone, o al menos eso nos dicen a quienes estudiamos comunicación o periodismo, que idealmente los comunicadores/periodistas tienen un deber con el público, que es informar con ciertas reglas de ética, con el fin de ayudar a la gente a estar enterada de aquello que le puede afectar en su vida diaria, a exponer una injusticia, a entender su realidad. Pero ante la línea editorial que están tomando las empresas en las que laboran, casi parece que tuvieran que «adaptar» estas reglas éticas a circunstancias muy distintas: ya no es exponer una injusticia, es hacer alarde de tener el dato exclusivo más escandaloso e indignante para atraer la atención del público; ya no se trata de exponer la realidad, es seleccionar cuidadosamente lo que de esa realidad es más llamativo y morboso, sea una niña fallecida o los muertos del narcotráfico.
No hablemos siquiera de las muy posibles concesiones (forzadas o voluntarias) que tienen que hacer ante el gobierno u otros entes poderosos en la sociedad mexicana. Con eso, el sesgo del trabajo que tienen que realizar es aún mayor. Y si pensamos que algunos medios aprovechan su poder de mover conciencias para atacar a los que consideran sus enemigos (como Televisa y TV Azteca y su descarado ataque a la familia Saba, en el que el verdadero motivo fue que esta familia buscaba la concesión para una nueva televisora, por lo que las televisoras buscaron frenarlo atacando su negocio más importante, las distribución de medicamentos) se contamina más el trabajo que un periodista puede realizar.
Entonces ¿cómo podemos decir que sí estamos informados, cuando nos tienen saturados con notas sensacionalistas, sin ética, hechas para beneficio del mismo medio que las produce? La respuesta, yo diría, es que es imposible afirmar esto. Si al menos se pudiera pensar que los medios que existen en México son plurales, diversos, bien regulados, pero basta analizar poco a los dueños y directivos de cada medio y con quién están ligados para darse cuenta que esto es una utopía en la mayoría de los casos.
Lo más que podemos hacer quienes vivimos en este país es abrir los ojos, confiar en nuestro instinto de qué es real y qué es basura informativa, tomar muy pocas cosas como ciertas, analizar la realidad con quienes están en nuestra misma disposición analítica y abierta y, por último, seguir trabajando, porque al final es la gente «de abajo» la que todavía sostiene este castillo de naipes.